domingo, 28 de junio de 2009

INTENTO AUTOBIOGRÁFICO NÚMERO SETENTA Y SIETE

El doctor Capo tenía su nivel, ropas de seda, argucias. Una inclinación por los pequeños detalles. Manteles de organiza para las ceremonias nocturnas y a pleno sol en mediodía, cuando en el hombre se anuncia la posibilidad de comerse a sí mismo, él pedía que sobre la mesa en el centro mismo del festín, hubiera siempre un rojo y estúpido clavel, como una mancha de sangre y sus lágrimas, sobre la fotografía de su madre.
Su sexualidad no tenía límites, le daba por comer o por dejar de comer, no paraba nunca.
Ellas estaban asustadas de esa boca sangrante, devoradora primitiva, de esa huella de lo inanimado en el hombre.
Él sabía, y saber era su verdadero mal, que el incesto consumado cobra su verdadera dimensión, cuando me doy cuenta que tampoco era eso que quería tener, lo que tuve.
Una especie de desilusión mortal y sus posibilidades. No sentir, sentir y reprimir, fragmentación del ser (un modo de hablar casi un estilo y una manera de sentir infantil, plena de ternuras y encantos, imposibles de realidad). Desviaciones en el funcionamiento adecuado de los esfínteres, una especie de anarquía incontrolable (Don Miguel diría en este momento sin ley quiere decir sin ley y nadie goza. Si será hijo de puta).
El doctor Capo tenía su nivel, él a don Miguel lo quería muerto. La bienaventuranza para su plan dependía de ese acto casi divino y espectacular, la muerte de don Miguel; su espejo malogrado, un frío intenso en su tibieza, un mar inmenso para su poca luz, una parte de su cuerpo aterrada, una imposibilidad permanente de ser, tan hijo de puta como él, tan loco. Era evidente don Miguel era el jefe de la banda de mutantes y yo, precisamente yo, el doctor Capo, como ustedes saben, vendría a ser otro experimento más de esa diabólica mente; esa mente capaz de las más inverosímiles transformaciones, la mente de un verdadero jefe, y yo su neurótico hasta las últimas consecuencias, no puedo soportarlo. Lo mataré con mis propias manos.

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