miércoles, 29 de abril de 2009

INTENTO AUTOBIOGRÁFICO NÚMERO SESENTA

Vivo en Madrid y prometo pagar mis impuestos. Es decir que la vida de todos los habitantes de Madrid, me pertenece. Y sepan que soy, un experto en monólogos. Un hombre capaz de hacer de tripas, corazón. Tengo dificultades con los diálogos y no puedo describir bien los espacios donde acontece el tiempo, la palabra o la simple acción. Es decir tengo ciertas dificultades para ser un novelista. Me sería más fácil esta tarde de octubre y de domingo, dar un paseo por el patio de la casa, o tal vez animarme y salir y caminar por Vitruvio hasta la Castellana y encontrar en ese caminar algo saludable y tal vez una mujer roce mi mano sin darse cuenta, en el otoño, y cambie mi destino. Es decir quiero lo que quiere todo el mundo, una mujer que me transforme de hombre pobre bastante inteligente, en un esclavo distinguido, quiero decir en un esclavo de su amor, en el genio maligno que crece con los desperdicios, con los pequeños trozos olvidados.
El ilusionista, el que siempre te la hace crecer. Caminando por la calle Vitruvio, tal vez una mujer, tal vez un viento huracanado contra las paredes de la casa. Una mujer que haga que todo tiemble, porque llega el amor.
-Yo soy esa mujer, bienamado doctor.
(Catín hablaba por primera vez en un año. Tenía sus ojos en descomposición y tal vez, por qué no, algo vidriosos. Catín no lloraba nunca. Ella prefería callar. Ella prefería escuchar mis largas conferencias acerca del amor, en silencio).
-Yo soy esa mujer, bienamado. La del silencio por propia voluntad.
(Catín hablaba y se esforzaba por hablar. Sus ojos ametrallados por la vacilación, y su voz, un aullido entre animal y loco, un tono perfecto para el amor, un semidesgarramiento cercano a la mendicidad.).
-Yo soy esa mujer. La del silencio por propia voluntad. Callé por odio. Sólo tenía ganas de matar. Mil veces tuve su cuerpo entre mis garras y arrancaba con ferocidad los trozos de su cuerpo para meter mi cabeza en el propio centro del desgarramiento y la sangre era todo el colorido y usted, era mi madre.
(Catín hablaba y moría en cada palabra. Catín, mi pequeña y adorable Catín, mi pequeño animalito de los bosques, adiós. Nunca tan quieta como hoy, nunca tan muerta. Y Catín entonces resucitaba y su voz, restallaba ahora entre las más altas cumbres de mis oídos, los timbres más altos. Me gustaría estar contigo, Catín, en el desierto. Nunca soporté bien tus gritos en medio de la ciudad).
-Mi pequeño, mi cálido y tonto doctor. Esta vez me di cuenta. Usted está enojado. En el último paréntesis no mencionó el estado de mis ojos, seguramente nublados, esta vez, por el odio y sin embargo en lo profundo de mis ojos había –y esto sí, es verdad, porque usted me miraba- un inquietante párrafo de amor. Contésteme doctor, un año sin hablar es mucho tiempo. ¿No estará tomándose la revancha? Cuando usted hablaba, yo lo amaba. Yo soy esa mujer, la que involuntariamente lo amó en silencio pero y mi cuerpo, acaso mi cuerpo no bastaba. Acaso usted no se daba cuenta del estremecimiento de mis órganos, de la delicada suspensión de mi aliento en inspiración profunda, de la dirección de mis pechos, siempre apuntando a su corazón.
(Sabía pero no sabía, cuantas veces mi pene se elevaba como si fuera un periscopio fatal, invitándome sin más a la investigación última y, sin embargo, preferí el silencio. Hablar de qué, ahora que estuve enamorado todo un año del fuego de tus ojos, que nada me importaba, ni tu silencio, ni tu locura, ni siquiera las pequeñas gotas de sudor entre tus piernas. Sólo me importaba ese resplandor, hubiera dado cualquier cosa para que no se apagara ese fuego. Hablaba, sólo para eso. Cómo confesarte la verdad, cómo decirte mi pequeña Catín que un año fue tiempo suficiente para matarte.).

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